domingo, 4 de enero de 2009

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Fui a todas las presentaciones en vivo que Andrés Calamaro hizo en esta ciudad desde las lejanas noches de Alta suciedad. A la última, la de octubre en el Pepsi Music, ya no fui. Pero la vi, en parte, por televisión: aquel día Calamaro ni siquiera se sentó en un teclado; se dedicó a cantar y dar vueltas por el escenario, como un personaje de sí mismo concentrado en dar lo que la gente pedía: él.

En aquellos Gran Rex en los que un pogo era impensable, a veces Andrés hablaba entre canción y canción. Su verba era ya mágica, pero nadie parecía darse cuenta. El público vivía en la esquizofrenia: “¡callate, boludo, y tocá!”. Andrés era un artista al que uno iba a ver, pero al que no todo se le aceptaba o perdonaba. Lejos del beato que hoy es, en aquellos tiempos se lo veía como a un muy buen cantautor que derrochaba una negativa ambición: querer ser el número uno. Hoy ese deseo suena candoroso por lo infantil y porque, con el tiempo transcurrido a nuestra disposición, tiene algo del niño que creció y llegó a ser lo que debía y quería ser. Pero a nadie lo convencía mucho Andrés: si alguna duda queda, remitirse al hecho de que andaba por la ciudad con un par de guardaespaldas. Mucha gente lo quería cagar a trompadas. Y un poco de razón tenían: si bien Andrés estaba levantando su cabeza en medio del mediocre yugo del terruño, lo hacía con una actitud que necesitaba años para ser perdonada.

Hoy ya está: Andrés es bueno, y todos lo queremos. No es que Andrés se haya idiotizado, sino más bien lo contrario (su(s) intervención(es) en los Premios Gardel y su opinión acerca de los artistas “oficiales” son ejemplos insuperables): Andrés está en la lucidez de la tranquilidad, o en la tranquilidad lúcida de la herida curada o bien mantenida. Pero lo importante es que Andrés está bueno: ya no quiere ser el número uno, ya no habla bien de Menem, ya no explica por qué no tocaría gratis jamás, ya no sube el precio de las entradas cuando llenó una primera fecha y programa la segunda. Andrés está hecho un gordo bueno y sexy, y por eso todos lo quieren. Yo también lo quiero. Pero me sigo preguntando por qué los artistas son queridos recién cuando su obra decae, lo cual habla mucho peor del público que de los artistas, claro.