viernes, 26 de diciembre de 2008

2008

2008 empezó negándome a participar de una compra colectiva de cerveza en un kiosko de la calle Río de Janeiro y, un rato después, en el Parque Centenario. Hubo una linda pista de baile esa noche, mucha gente querida, y la mística porteña hasta cuando el cielo estaba ya radiante. A los pocos días nos fuimos con Jaga a Valparaíso, y después a Iquique. Vi Iquique desde el micro, cuando bajábamos la montaña: si lo recuerdo es porque ese viaje había durado veinticuatro horas, y cuando vimos nuestro destino fue lindo saber que bajaríamos nuevamente a tierra, después de haber disfrutado Valpo y su portuario olor a mierda. En Iquique, una sórdida ciudad del norte chileno, conocimos a unos argentinos: una de ellos era Laura, con quien nos besamos más temprano que tarde en la soledad de la costa pacífica, sobre unas piedras. Empezamos, ya en Iquique, aunque aún con precios chilenos, a disfrutar de las comidas latinoamericanas. Cruzamos el desierto horrible (arena / nube) y llegamos a Perú. Bajamos en Arequipa, donde estuvo lindo pero llovía demasiado, y donde no pasó nada importante (recuerdo una tarde con Jaga leyendo en un bar cheto, recuerdo las paredes de piedra y un desayuno en un primer piso frente a la plaza). Al llegar a Cuzco nos alojamos rápidamente (llueve mucho en el Perú) y me enfrenté al hecho mismo del viaje: algo estaba faltando. Cuando entendí que ese “algo” era conocer gente todo fue más fácil. Salíamos todas las noches; había chicas de Santa Fe. Después llegó la gente de Iquique, Laura, cenamos todos en una pizzería y al día siguiente nos separamos nuevamente para hacer, de distintas maneras y presupuestos, el viaje a Macchu Picchu. Nosotros hicimos una gran bicicleteada, tuvimos frío y calor, comimos abundantemente, nos mezclamos con la naturaleza, llegamos al Macchu. Esa noche volvimos en tren y empezamos a compartir una pieza con Laura: era muy cerca de la recepción y o nos cambiábamos, cosa que hicimos también más temprano que tarde, o mataba a alguien. Recuerdo que cada mañana salía a la calle, miraba a la derecha y agradecía estar en Cuzco. Comíamos rico, los paseos eran inspiradores, la compañía gustaba, encontramos una librería lúcida. Todo terminó (aunque odio los lugares en los que todos son felices, a mí no me molestaba ser feliz en Cuzco) y hubo que empezar a bajar. La vuelta no hubiese estado buena si no hubiese conocido a Mariano, con quien dimos vueltas y más vueltas por La Paz y San Salvador de Jujuy.


Al volver ocupé el cuarto de mi hermano, en Boedo. Rápidamente hice lo que tenía que hacer: conocí San Sebastián y llamé a Laura. Una semana después retomé el trabajo en el colegio y apenas pisar me di cuenta de que mucho no iba a aguantar. Aunque la memoria es engañosa, creo que nunca había pensado con fuerza en renunciar. Sin embargo, después de varios días de delirio, la estadía en las siete horas diarias de enclaustramiento se me hacía inviable. Empezaron nuevamente las mudanzas, me fui un mes a San Sebastián, me quebré la gamba jugando al fútbol, y se empezó a quebrar la cosa con Laura (y se terminó de quebrar con el colegio). Para mayo, como diría Tolstoi, “todas las pasiones de la juventud lo habían abandonado sin dejar rastro”. Estaba de vuelta en Tarija, en el cuarto más minúsculo del que haya tenido noticia. Entraba mi colchón doble y muy poco más. Ahí empecé a traducir un libro: poca plata pero mucho todo. Compraba medialunas religiosamente en la panadería que queda en Asamblea 2 y cocinaba bastante (era coherente con mi desocupación). Volví a San Sebastián. El invierno fue crudo, siempre con frío en los pies (me es muy difícil no usar zapatillas de lona). Llegó la primavera y pasaron algunas cosas lindas: bares de Almagro, calles de Palermo. Me mudé a otro cuarto dentro de casa (y el mío pasó a los pies de Ari) y empecé a trabajar, muy tibiamente, en el vasto territorio de la investigación de mercado. No sé muy bien qué estuvo pasando en los últimos meses. Supongo que eso es malo… Aunque lo contrario también me parecería malo. ¿Entonces es bueno? Supongamos que sí. Supongamos. Ayer ardió Buenos Aires. Quiero decir: contribuimos a actualizar muy fuertemente el concepto estival de la ciudad. Un amigo: “más allá de todo, la fiesta era dar un paso y abrazar a alguien”. La fiesta era eso y reírse sin sentido, o con un sentido muy general, todo el tiempo. Pero bueno, eso lo saben quienes hayan estado y quienes hayan leído el viento. El 2009 ya se acerca y parece que, por tercer año consecutivo, y por primera vez con Mati, pisaré suelo boliviano. Son las tres de la matina y, como dijera el poeta, “aunque supe el secreto / no lo recuerdo / tan solo retengo / algunas ideas” (líneas que con los años mutaron a “mis pupilas guardan del ayer / sonrisas vagas de un hermoso caos”). Aún hay que devolver los envases, barrer los vidrios rotos, enchufar el modem para volver a tener internet… ¡Chau!


San Sebastián, 25-26 de diciembre de 2008