jueves, 24 de abril de 2008

Las calles de la vida

La anécdota es conocida, sobre todo por mí: caía la noche en Jerusalén, el peligro empezaba a acechar y yo me encontraba en una parte de la ciudad vieja en la cual lo más conveniente era desaparecer. De repente vi a unos europeos y me les acerqué: eran franceses, estaban filmando un documental y me dijeron que si yo seguía por una callecita que se abría justo frente a nosotros iba a llegar al Muro de los Lamentos, desde donde sabía volver a mi hostal.
Recuerdo la callecita, a la que atravesaban en diagonal, o que atravesaba en diagonal, otras calles, más anchas y más transitadas por personas que habitaban la Biblia. En algunos momentos la calle no continuaba exactamente, sino que había que doblar un poco, esquivar un muro, para seguir por ella. Toda mi confianza estaba depositada en esa calle y en esos franceses. Que esa calle me llevase directa y rectamente a mi destino, independientemente de lo alucinante y retorcido que fuesen todas las otras calles y todos los otros muros, era una alegría.
Tiempo después me pasó lo mismo con la calle Pringles: en la complicadísima zona de la avenida Ángel Gallardo, yo sabía que Pringles iba a terminar sí o sí en Gorriti: era como un hilo de Ariadna que me sacaría de la brutal Villa Crespo, o como el hilo de oro que tira de la felicidad.
Pero lo de ayer, en la puerta de la casa de Marto, no fue menos que lo de Jerusalén: había pasado la medianoche, había clasificado Boca, yo tenía que volver a Boedo en bici. Como se sabe, estoy viviendo a una cuadra de avenida La Plata. Y parados en la puerta de su edificio, Marto levantó su brazo, abrió su mano y desplegó su dedo para decir: “ésa es Velasco, que después se transforma en Río de Janeiro y después en La Plata”. Crucé Corrientes, me metí en Velasco y, como en Jerusalén, seguí mi pacífica senda mientras a mi alrededor guerreaban las manzanas y los cuerpos.